Declaración de principios anarquista (enero de 1883)

La extinción, en 1877, de la A I T o Primera Internacional dejó al movimiento libertario europeo sumido en el individualismo táctico y organizativo, y preso del más ingenuo idealismo doctrinal. En este contexto, medio centenar de anarquistas -entre ellos el príncipe ruso Piotr Kropotkin (1842-1921)- procesados en Lyon en 1883 hicieron pública esta declaración: una candorosa y brillante apología de la libertad y la igualdad absolutas, sin ninguna indicación sobre cómo alcanzarlas. A finales de aquella misma década, y en respuesta a la satisfecha indiferencia del orden burgués, algunos anarquistas escogieron el terrorismo individual -ellos lo llamaban «propaganda por el hecho»- como método de concienciación del proletariado y de lucha contra el enemigo de clase.



Vamos a decir qué es la anarquía y qué son los anarquistas. Los anarquistas, señores, son ciudadanos que, en un siglo en el que se predica por todas partes la libertad de opinión, han creído su deber acogerse a la libertad ilimitada.

Sí, señores; en todo el mundo somos algunos miles de personas, algunos millones quizá -pues nuestro único mérito es decir en voz alta lo que la multitud piensa por lo bajo-, algunos millones de trabajadores que reivindicamos la libertad absoluta, nada más que la libertad, ¡toda la libertad!

Queremos la libertad; es decir, reclamamos para todo ser humano el derecho y el medio de hacer cuanto le plazca y hacer sólo lo que le plazca; satisfacer por entero todas sus necesidades, sin más límites que las imposibilidades naturales y las necesidades de sus vecinos, igualmente respetables. Queremos la libertad y creemos que su existencia es incompatible con el ejercicio de cualquier poder, sean cuales sean su origen y su forma, tanto si se trata de un poder elegido como impuesto, monárquico o republicano, inspirado por el derecho divino o por el derecho popular, por la Santa Ampolla [que contenía el óleo para la unción de los reyes de Francia] o por el sufragio universal. La historia nos enseña que todos los gobiernos se parecen y son tal para cual. Los mejores son los peores. Si en unos hay más cinismo, en los otros es mayor la hipocresía. En el fondo, siempre se trata de las mismas palabras, de la misma intolerancia. Hasta los aparentemente más liberales tienen en reserva, bajo el polvo de los arsenales legislativos, alguna pequeña ley contra la Internacional para usarla contra oposiciones molestas.

En otras palabras, el mal no reside, desde el punto de vista de los anarquistas, en una forma de gobierno más que en otra. Se halla en la propia idea de gobernación, en el principio de autoridad.

En resumen, nuestro ideal es sustituir en las relaciones humanas la tutela administrativa y legal, la disciplina impuesta por el libre contrato, perpetuamente revisable y rescindible.

Los anarquistas se proponen, pues, enseñar al pueblo a prescindir del gobierno como ha comenzado a aprender a prescindir de Dios.

También aprenderá a prescindir de los propietarios. En efecto, el peor de los tiranos no es el que encarcela, sino el que mata de hambre; no el que te agarra del cuello, sino el que te atenaza el vientre.

¡Sin igualdad, no hay libertad! Y la libertad no existe en una sociedad en la que el capital se halla monopolizado en manos de una minoría que va disminuyendo cada día y en la que nada está repartido por igual, ni siquiera la educación pública que, no obstante, está pagada con el dinero de todos.

Nosotros, los anarquistas, creemos que el capital, patrimonio común de la Humanidad, pues es el fruto de la colaboración de las generaciones pasadas y las actuales, debe hallarse a disposición de todos, de modo que nadie pueda quedar excluido y que nadie, a su vez, pueda acaparar una parte en detrimento del resto.

Queremos, en una palabra, la Igualdad: la igualdad de hecho, como corolario, o más bien como condición, de la libertad. A cada cual según sus facultades; a cada cual según sus necesidades: eso es lo que queremos sinceramente, enérgicamente; eso es lo que va a suceder, pues no hay prescripción capaz de imponerse a las reivindicaciones legítimas y, al mismo tiempo, necesarias. Ésa es la razón de que se nos quiera entregar a toda clase de deshonra. ¡Qué criminales somos! Reclamamos pan para todos, ciencia para todos, trabajo para todos; y para todos, también, independencia y justicia.

(Leída por Félix Tressaud en el proceso de Lyon)